04-07-2012
Quien haya tenido ocasión de viajar por Galicia siguiendo las muy atractivas y serpenteantes rutas de montaña, que en determinados lugares -Capelada, Finisterre, Barbanza…- llegan hasta el borde mismo del océano, perfilando vertiginosos cantiles, habrá disfrutado del singular espectáculo que ofrecen las manadas de caballos en libertad, moviéndose con la arrogancia de saberse amos absolutos de tan inhóspitos y solitarios parajes. Tan sólo una vez al año ven doblegada su salvaje libertad por la acción dominante del hombre: ese día veraniego en el que los mozos de la aldea protagonizan la gran fiesta ritual de "a rapa das bestas".
El atractivo y espectacularidad de esta fiesta -“rapa” en las provincias de Lugo y A Coruña, o “curro”, que es como mejor se la conoce en la zona de Pontevedra- justifica la notable proliferación que ha venido dándose en los últimos años, hasta llegar a cubrir la práctica totalidad de la geografía gallega. Con todo, como bien dice el refrán, "la antigüedad es un grado", y ese grado, predominante sin discusión, sigue correspondiendo, hoy como ayer, a una aldea del municipio pontevedrés de A Estrada, San Lorenzo de Sabucedo, que tradicionalmente celebra su “curro” en el primer fin de semana de julio. Dadas las similitudes básicas entre unos y otros, para la descripción general de la fiesta, que es lo que pretendemos, sin duda resultará apropiada la referencia concreta a lo visto y vivido allí, hace ya algunos años, en esta aldea hospitalaria cuyos breves horizontes aparecen perfilados en lo alto por cumbres de nombre tan sugerente como Montouto, Curutu, Cábado, Fontefría…solitarios parajes en los que tienen su hábitat natural y libertario las manadas de caballos salvajes desde tiempo inmemorial. Una raza primitiva, de la que dio ya cuenta el inefable Plinio en sus escritos, que en sus soledades y abandono secular evolucionó sin controles de linaje ni “pedigree”, en una secuencia elemental de simple y necesaria adaptación al medio, con la fortaleza y resistencia como principal característica; en detrimento, eso sí, de nobles alzadas y estilizadas formas, que son éstas “coqueterías” de todo punto incompatibles con las durezas invernales que aquí tienen que soportar. Viven sin mimos ni azúcares, pero también sin sillas ni alforjas.
La yeguada del Santo
La primera referencia documental de los caballos de Sabucedo está vinculada a una historia singular acaecida en cierto año del siglo XV, cuando una devastadora peste asoló la comarca sembrando el pánico entre los pacíficos lugareños. Dos hermanas, que vivían solas, decidieron entonces poner tierra por medio y construir a tal fin una cabaña en un lugar aislado, conocido como Labagueiras; allí, intentado dar esquinazo al contagioso mal, convinieron encomendar su suerte al patrón, San Lorenzo, prometiéndole a cambio la donación de un potro y una yegua, que habrían de soltar al monte para su reproducción bajo tan pía advocación. Nació así la “Yeguada del Santo” marcada a fuego con una simbólica “parrilla” y origen de las numerosas manadas actuales.
El censo de hoy alcanza las quinientas cabezas, de las cuales apenas diez son “garañones”, es decir, machos, jefe de manada, con territorio propio perfectamente delimitado por su deyecciones, y defendido a coces y dientes si algún otro macho comete la osadía de aplicarse en veleidades seductoras con alguna de las yeguas de su “harén”. |
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Batallas y disputas entre rivales, que se soslayan y superan cuando sobreviene, con tanta frecuencia en el invierno, el ataque del lobo; entonces todos forman agrupados en una piña, con los potros más jóvenes y las yeguas al centro, y los garañones en atento reto y vigilancia en el círculo exterior. De esas lides dramáticas, y tantas veces trágicas, saben muy bien los vecinos de Sabucedo cuando, llegados los primeros calores del verano, suben al monte en el primer fin de semana de julio para agrupar “ás bestas” en una sola manada, y bajarla luego al pueblo en una ceremonia ancestral y festiva que muchos consideran, acertadamente, como el más auténtico espectáculo gallego e su género.
La "Baixa"
La iglesia parroquial de Sabucedo tiene un viejo reloj de sol, grabado en la noble piedra de su fachada, con una leyenda simple y ripiosa en la que se lee: "Reloy soy, dándome el sol las horas doy". En el alborear del primer sábado de julio, cuando la sombra horaria empieza a perfilarse en la hendidura que señala la posición de las seis de la mañana, ya están los mozos de la aldea en orden de marcha, reunidos en cuadrillas en torno al atrio y dispuestos a cumplir con un ritual sencillo y preciso, que apenas ha variado a lo largo de los siglos: repique de campanas y bombas de palenque, para espabilar a los más rezagados; misa, para propiciar la tutela del Santo en la dura jornada que aguarda; la mochila bien pertrechada de viandas caseras, para reponer fuerzas en la soleada media mañana de la alta sierra; sin olvidar, por supuesto, el imprescindible bastón de moca, trabajado a navaja a partir de un buen retoño de “carballo cerqueiro”.
Dos horas de montaraz caminata por riscos y vericuetos, llevan a las distintas cuadrillas hasta los lugares de pasto y dominio de las dispersas manadas. |
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Los más veteranos dirigen con sumo cuidado la operación de irlas rodeando y reuniendo, con la precaución de no acosarlas directamente para evitar estampidas y dispersiones que obligarían a empezar de nuevo toda la operación; lo cual, dicho sea de paso, no se recuerda que haya ocurrido jamás aquí, pues tienen muy a gala estos mozos que ni un solo animal se quede en el monte en este día, y que todos pasen por la saludable “toilette” que abajo aguarda, en el “curro”.
A las dos de la tarde están al fin reunidas todas las bestias en una única y excitada manada. Los que han trabajado en el rodeo de los caballos han recorrido ya unos veinte kilómetros y la mayor parte corriendo. Totalmente empapados en sudor, y hambrientos, llega el momento de abrir las mochilas y dar buena cuenta del avituallamiento preparado al efecto. Es un respiro tan gratificante como de obligada brevedad, ya que el riesgo de dispersión crece por momentos, con los garañones enzarzados en crispados relinchos y amagos de combate por la forzada “convivencia”. En la mente de todos se hace urgente iniciar el descenso, la “baixa”, sabedores, además, de la ansiosa expectación que ya se vive en el pueblo a esa hora, con miles de turistas y visitantes apiñados en los linderos de la angosta cañada por la que habrán de entrar los caballos.
Hacia las cuatro de la tarde es la hora prevista. El público ha ido disminuyendo paulatinamente el nivel de sus conversaciones hasta alcanzar un sorprendente y tenso silencio. En la complicidad de esa fascinante atención todas las miradas permanecen atentas al manto verde que forman las copas de los árboles al remontar la ladera del monte más próximo. Por debajo, entre los claros y sombras, se adivina a ratos el serpenteante zigzagueo del camino forestal. Vista y oído alerta, todos pugnan por ser los primeros en descubrir allá en la cumbre la nube de polvo o el eco sordo de la galopada que anuncie la inminencia de la tumultuosa e irrefrenable llegada de las bestias. Un grito, al fin, desata el delirio y la algarabía ¡Xa chegan!...En apenas unos minutos, ciertamente únicos, se produce la arribada en tropel por la llamada “congostra das lamas”, en medio del ensordecedor estrépito de cascos y relinchos. Tras un brevísimo “encierro” por las callejas de Sabucedo, la riada va a desembocar a un plácido y frondoso robledal, conocido como “campo do medio”, previamente cercado de alambre, donde las manadas recompondrán el orden “familiar” perdido tras el atropellado descenso, y sosegarán los ánimos durante un par de horas, hasta la cita de media tarde, en el “curro”.
El "curro"
Es el “curro” una recia y sobria construcción rectangular, dotada con graderíos para el público. El de Sabucedo cuenta, además, con el interés añadido de su antigüedad, ya que fue construido, en mampostería, a finales del siglo XVIII, en piedra sillar y adosado a la iglesia, de la cual depende.
El momento crucial de la fiesta está a punto de comenzar un año más en este recinto, que ofrece ya su más soberbio aspecto, mezcla singular de coso taurino, circo romano, y rodeo da far-west. En la arena, el amasijo abigarrado de los caballos ofrece una fantástica estampa, capaz de trasladar la excitación de las bestias al propio ánimo del público que colma el recinto “hasta la bandera”.
La primera operación consiste en separar a los potrillos, nacido en la pasada primavera, para evitar que puedan resultar heridos en la pelea que se avecina, sacándolos del recinto y aislándolos en un cercado preparado al efecto en el exterior. Son los chavales del lugar, como práctica iniciática, los encargados de acometer esta faena, en un simpático empeño que el público sabe premiar convenientemente con ovaciones y carcajadas a cada revolcón. |
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Entre tanto, las cuadrillas de veteranos, que han aprovechado este simpático preludio para estudiar con atención la posición -y “disposición”- dentro del grupo de cada uno de los garañones, se hallan dispuestos ya, repartidos en equipos de tres o cuatro “agarradores” para acometer la dura faena del acoso, derribo, pelado, y marcaje si procede, de los caballos adultos. La “rapa das bestas” propiamente dicha empieza a partir de este momento.
El “agarrador” coordina con su equipo los detalles finales de la estrategia a seguir, comenzando por los machos, los más peligrosos y encabritados, a los que conviene dominar en plenitud de fuerzas. Una vez tomada la decisión, se produce un salto rápido y ágil sobre el lomo del caballo, sin otra ayuda que las propias manos, agarrándose con fuerza crispada a las crines del animal. La lucha se desarrolla ahora ferozmente, el bruto intenta zafarse a todo trance, zimbreando su cuerpo con grandes cabriolas y lanzando furibundas coces al aire, en un inútil intento por sacudirse del ocupante de su grupa. El primer objetivo del “agarrador” consiste en llegar a taparle los ojos y aislarle de los demás caballos. Saltando por el aire como un muñeco, “agarrador” y caballo mantienen un combate salvaje y espectacular sin ambages, hasta que los compañeros entran el lid, aferrándose al cuello, el uno, y a la cola, el otro, y forcejeando ya los tres al unísono por lograr derribar al animal, y mantenerlo luego firmemente sujeto en tierra.
La "rapa"
Entre relinchos desesperados y fracasados intentos por liberarse, la tijera entra al fin a saco con las pobladas crines del noble bruto. Luego, en la recuperada libertad de la sierra, cuando lleguen los calores agosteños, este aligeramiento capilar evitará, en buena medida, el cruel ensañamiento de parásitos y tábanos.
El proceso de acoso, dominio y “rapa” se va repitiendo una y otra vez hasta completar el censo de la manada. En el caso de las yeguas nuevas, la operación ha de completarse con el “marcaje”, a fuego o a tijera, dependiendo de la propiedad que corresponda a cada caso. Los potros jóvenes no podrán volver en ningún caso al monte, por una clara incompatibilidad con el garañón: su destino no es otro que la venta en pública subasta. Hasta hace algunos años también se subastaban las “crines”, que eran empleadas para la fabricación de cepillos, brochas y pinceles. Ya a la caída de la tarde, cuando ya apuntan las sombras, la agotadora jornada concluye con el acto de devolución de las yeguas y garañones al monte, encaminándose cada una de las manadas al galope hacia sus respectivos territorios, dispuestas a disfrutar por otro año más del privilegio de una absoluta y solitaria libertad. |
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