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San Pedro, sanmartiño, o gallopedro
manolo mendez

 

Por Manolo Méndez
ma.mendez@telefonica.net
manolomendez.com

Les traemos hoy cuenta de uno de los peces más feos entre los que habitan la mar, aunque también, dígase ya de inmediato y al hilo, uno de los más sabrosos. Tiene muchos nombres, y también una piadosa leyenda asociada, lo cual avala, como se ha de ver, el rancio predicamento histórico de aprecio por este pez que, precisamente ahora, en el tiempo estival, se nos ofrece en su mejor sazón.

Linneo, el que todo lo catalogó allá por la medianía del siglo XVIII, lo bautizó como “Zeus faber” (“obrero de Zeuz”). La elección de tan olímpico referente para la moderna catalogación científica elucubrada por el sueco no la hizo así por así, por su capricho, tenía una raíz bien antigua, ya que sabemos, por Columela, allá por el siglo I, que los gaditanos ya gustaban de este pez, al que llamaban, precisamente, “Zeus”.

En todo caso, reservando para el catálogo zoológico esa apelación al padre olímpico, en su denominación común el nombre que más ha prosperado es el de “pez de San Pedro”, o “sampedro” a secas, si bien no son pocas, ni siquiera minoritarias, las otras denominaciones que lo reconocen: en Galicia, por ejemplo, lo llamamos por otro santo, “sanmartiño” (San Martín), probablemente, según nuestro ilustrado Cornide, coetáneo de Linneo y autor de una muy meritoria “Historia Natural de los peces de Galicia”, en razón de que se tenía por creencia común en aquel tiempo que era en torno a esa fecha, del 11 noviembre, cuando el pez resultaba más suculento.

 

Italianos y franceses también referencian el nombre del pez al del Apóstol Pedro; sin embargo, véase qué curioso, y qué difícil de explicar en su razón de origen, los ingleses, siempre tan suyos, lo llaman “John Dory”, según unos en recuerdo de un tal “John” protagonista de una vieja balada que cantaba sus excelencias, según otros en razón simple de alusión al color amarillo-dorado del pez. Pero aún hay más, muchas más, denominaciones que perviven para la nombradía de este pez. Anotemos dos últimas: los vascos lo conocen -se suman en ello a los gallegos- como “mutxo-Martín”, y en no pocas localizaciones mediterráneo-levantinas, el nombre común que se le aplica es el de “gallopedro”, asociando así al nombre apostólico la acusada característica de la enorme aleta dorsal que lo distingue, rematada con peligrosas púas, que bien podría recordar a la desafiante cresta de un gallo.

En cuanto a la leyenda piadosa, de la que cobra fundamento raíz el curioso nombre, cuenta que en cierta ocasión, hallándose Pedro, el pescador, que aún no era Santo, a la orilla de su Mar de Tiberíades, dio en acercarse a él, sorprendiéndole, el cobrador de impuestos del César. El bueno de Pedro, que como tantos de nosotros andaba sin un real, se sintió muy azorado por la inquisitorial visita, pero como era un hombre de mucha fe y celestiales recursos, echó la mano por la borda y recogió del mar allí mismo un pez, muy feo pero muy simpático, que oportunamente traía una moneda de oro en la boca. Con ella liquidó su tasa pendiente, y luego, agradecido, devolvió el pez al agua, aunque con una variante morfológica que, para los restos, quedó marcada en el animal como recuerdo de aquel milagroso hecho: las sendas manchas redondas laterales características, que vendrían a ser la impronta que en los lomos dejó la huella de los dedos del Santo, ahora sí, ya plenamente mudado en San Pedro.

Ciertamente sí, por qué no, tal vez ocurrió así como se cuenta, incluso con el milagro añadido de hacer que el bendito pez, que es de aguas salobres, hubiera para la ocasión mudado su hábitat al agua dulce del lago Tiberíades ¿Qué no puede encajar y entenderse en un milagro? Pero fuera de él, lo que hoy sabemos es que el gallopedro está presente en los fondos marinos de todas nuestras costas, tanto atlánticas como mediterráneas, pasando buena parte del año, la mitad del otoño y todo el invierno, en fondos de media profundidad, hasta los 400 metros;

 

y como tantos de sus congéneres asciende y se aproxima a la costa cuando advierte el ascenso de temperatura que anuncia el verano. Casi todos los peces que llamamos “de roca” hacen igual, y todos con el mismo objetivo y razón: disponerse en las mejores condiciones de energía y fortaleza para el gran encuentro que justifica su vida, es decir, la reproducción, la freza, en términos de biología marina. Ciertamente, el sanmartiño es un pez de ciclo de reproducción tardío, lo cual se traduce en que lleva a cabo esa freza muy al término del verano. Así pues, para nosotros, depredadores-consumidores, los meses estivales, y cuanto más avanzada la estación mejor, resultan los de su consumo ideal.

El sampedro, sí, es un pez muy especial, de carnes blancas y firmes de gran excelencia, que muchos buenos gourmets llegan a equiparar a la del rodaballo. Y además resulta ser, por desconocido de nuestras amas -y amos, diría Ibarretxe- de casa, moderadamente asequible, por lo económico. Sólo tiene un defecto y medio: el completo es que, a diferencia del rodaballo, tiene bastantes espinas; y el medio que, por lo mismo, su aprovechamiento se ve disminuido en una proporción más que notable, calculen una merma de casi el 50%, aunque esta circunstancia nos atrevemos a juzgarla así, de “medio” defecto, porque ese otro 50% desechable podrá servirnos como estupendísima base para elaborar con su concurso un fumet de gran categoría.

Y una curiosidad más a propósito de este pez, por tantas cosas tan singular: su forma, que muchos no dudarán, a primera vista, en asociar con los peces llamados “planos”. De esa forma parece. Sin embargo el sampedro no pertenece a tal orden, en el que se integran lenguados y gallos, por ejemplo, que tienen los dos ojos apareados en el mismo costado; sino que el nuestro pertenece a la familia de los “zeiformes”, es decir, los que tienen un cuerpo estirado y comprimido, ciertamente muy aplanado, pero con un ojo a cada lado, lo cual se traduce en que nadan verticalmente, y no de modo horizontal, como lo hacen los “planos”.

Ya en la cocina, el sanmartiño da un freír excelente, y también pueden quedar perfectos y muy perfumados sus lomos en la plancha. Sin embargo, para mí su aprovechamiento mejor es como integrante esencial de la caldeirada, ese plato jocundo y marinero de mi tierra. Al respecto de tal, he de deciros que, de las muchas caldeiradas que el destino me ha otorgado disfrutar, ninguna tan soberbia en la memoria como aquella que, cada verano -y hace más de tres décadas de lo que aquí evoco- me preparaba, siempre por encargo, el viejo patriarca rector del restaurante “Las Palomas”, sito en el pequeño y delicioso puerto de Espasante, en mi Ortigueira natal. Recuerdo que aquel buen hombre, que había aprendido su noble oficio directamente en la cocina de los barcos de pesca, a mi llamada de encargo siempre le ponía una condición: …“ben, para esa fecha poderá ser…sempre e cando me poida facer con sanmartiño, que si non non é caldeirada”. La caldeirada, cierto, es el más tradicional -y el más rotundo- de los guisos de pescado en Galicia. Su formulación es en extremo sencilla, y, por lo mismo, asaz complicado su remate perfecto. Un guiso de caldo corto, en el que intervienen las patatas, alguna hortaliza, en particular tomate, cebolla y pimiento, y varios pescados, cuando menos tres: merluza, rape, raya, sargo, crego…y, en mi reiterada opinión, imprescindible y obligado, el sanmartiño. Buen provecho.




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