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Rojo salmonete
manolo mendez

 

Por Manolo Méndez
ma.mendez@telefonica.net
manolomendez.com

 

En estos días de arranque otoñal, cuando aún se aprecian tibios los últimos rescoldos del verano que quedó atrás, es tiempo idóneo para el disfrute, en su mejor plenitud, de uno de los pescados de sabor más delicado de cuántos nos ofrece el mar: el rojo salmonete.
Del salmonete hay mucho que contar, porque, ciertamente sí, larguísima es su historia culinaria. Primera cuestión sería, por ejemplo, dilucidar la razón de su nombre tan curioso. Pero ahí fallamos, porque ni los filólogos tienen suficientemente clara la razón de un contrasentido tan evidente: el salmonete nada en absoluto tiene que ver con el salmón. Como a la vista está, no es, ni mucho menos, un salmón pequeño, o un salmón “simpático”, como pudiera apuntar lo del confianzudo y familiar latiguillo, “salmonete”. No. Ni siquiera pertenece el salmonete a la misma familia biológica que el salmón, ya que éste es el más representativo de los “salmónidos”; y el salmonete, por su parte -nada que ver- uno de los más característicos entre la familia de los “múllidos”, es decir, los barbos de mar, caracterizados por esa suerte de dos largas “barbas” que exhiben prendidas en su maxilar inferior, tan características ellas, que les sirven de útil herramienta para escarbar en los fondos marinos en busca de alimento.

Lo de “mullidos”, por cierto, viene, en su etimología original, del nombre latino “mullus”, que es, precisamente, como los romanos denominaban a la especie que nos ocupa hoy: los salmonetes. ¿Y cómo pasó luego de mullus a “salmonete”? Pues, a saber. Desde luego, por lo de salmón no, como quedó visto, con el que no tiene ninguna relación. No se sabe. Arcanos de la etimología, cuya clave de relación, al menos nosotros, ignoramos. Ojalá algún lector sabio nos ayude a desvelarlo, y así poder completar y aclarar esta cuestión algún otro día.
Y pues que de los romanos hablamos, digamos que el salmonete figuró entre los pescados preferidos de aquellos patricios sibaritas. Cronistas hay -y no uno, ni dos- que nos dejaron constancia escrita de los muchos miles de denarios que algunos personajes célebres llegaron a pagar por ejemplares suntuosos. Y es que, por entonces, el salmonete más apreciado –al revés de lo que hoy ocurre- era el más gordo, cuanto más grande, mejor. En todo caso, ya tenían que estar buenos aquellos salmonetes imperiales, porque, con lo hedonista y lujuriosa que fue aquella época, y aquellas gentes tan dadas al vicio y a la incontinencia, el salmonete bien se dijera que, en principio, no resultaba el más proclive a figurar en aquellos banquetes-bacanales, ya que por entonces, el pobre salmonete tenía acreditada fama de anafrodisíaco, es decir, de que su ingesta "no predisponía en absoluto a los deseos amorosos". De hecho, por tal presunta condición de “frialdad”, figuraba el salmonete, el mullus, como hemos dicho que ellos le llamaban, entre los peces consagrados a la más frígida de las diosas, la casta Diana.

Pero todo lo anterior es tan pretérito, que apenas más valor tiene que el anecdotario histórico. En cuestión de preferencias de tamaño, los gustos de hoy se orientan con claridad hacia los salmonetes de mediano, cuando no pequeño, porte. Eso sí, cuanto más frescos, mejor; y eso puede medirse, en el salmonete, no por la intensidad de su color, como creen muchos, sino por la forma del ojo, que debe ofrecerse sobresaliente y abombado, y también por la firmeza y la adherencia que presenten las escamas: cuanto más “pegadas” –digámoslo así- estén esas escamas, más fresco será el pez.
¿Y por qué no el color, para medir la frescura?, se dirán muchos. Pues, porque hay un tipo de salmonetes, los llamados de fango, menos apreciados culinariamente que los de roca, es verdad, pero también muy ricos, que se distinguen por ofrecer un tono de rojo mucho más pálido. Pero, claro, esos de fango, más pálidos, pueden ser perfectamente frescos. Los fetén, los de roca, de un rojo intenso y vivo, tienen las carnes más prietas, más duras y, sobre todo y principalmente, ofrecen ese sabor peculiar, único, de recuerdo mariscado, que es seña de identidad y de gozo en el salmonete de roca, bien sea mediterráneo o cantábrico, que en los dos mares se da con excepcional calidad.

 

¿Y qué hacer en la cocina con unos buenos salmonetes otoñales? Pues, ustedes verán. Recetas hay muchas, y algunas bien sofisticadas, de pretendida alta cocina. Muchas de ellas juegan a la combinación con hierbas aromáticas, eneldo, tomillo, romero. Pero, qué quieren que les diga, a mí me parece que, con la intensidad de sabor marino y, como decíamos, mariscado incluso, que distingue al salmonete, enredar la receta con complicaciones y añadidos –y más si son aromáticos- parece cosa imprudente, y hasta ciertamente perniciosa. La mejor preparación, yo tengo para mí, debe ser la fritura, sin más; eso sí, con excelente aceite de oliva. O a la plancha, también, por qué no. Incluso al horno. Pero siempre cocinados, en un punto justo –que, por justo, ha de ser breve- y de la manera más sencilla posible, para no enmascarar su típico y riquísimo sabor. Buen provecho.

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