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Ostras, qué problema
manolo mendez

 

Por Manolo Méndez
ma.mendez@telefonica.net
manolomendez.com

 

Hagan correr la voz: la ostra peligra. Su propia supervivencia como especie, nos dicen, está gravemente amenazada. Y lo que es peor, esta vez no por uno sino por dos frentes simultáneos: de una parte, según leemos, están perdiendo capacidad para reproducirse, que no hay amenaza más cabal. La razón y la causa: pues que no se aclaran con su sexo.

Empecemos por recordar, al respecto, que la ostra es hermafrodita, es decir, que actúa como macho y como hembra según le conviene al momento de su ciclo; lo cual se traduce en que, por esa ambigüedad, digamos que tiene sus caracteres sexuales un tanto delicados, frágiles y desdibujados. Y ocurre que, siendo así, y alimentándose, como lo hace, merced al filtrado de las aguas de su entorno, de un tiempo acá, según han descubierto con gran alarma los biólogos marinos, la pobre ostra se comporta que “ni fu ni fa”: cuando le toca ser hembra no alcanza a serlo completa, y cuando debe asumir su condición de macho, pues, digamos que “pierde muchísimo aceite”.

¿Y de quién es la culpa de este comportamiento tan irregular y sospechoso? Pues, al parecer, de los “disruptores endocrinos”, que es como se conoce a las sustancias químicas susceptibles de alterar el equilibro hormonal de las personas o lo animales; por ejemplo más conocido, la píldora anticonceptiva.

Y como resulta que esos disruptores, que al fin acaban arrastrados por el agua de la cisterna del baño, no resultan eliminados en las depuradoras, pues llegan al mar tal cual, y actúan en la pobre ostra (y mucho nos tememos que en otras especies también) con las desastrosas consecuencias señaladas.

La otra amenaza grave, la del otro “frente” que advertíamos, tiene por culpable a un herpevirus, el conocido como OsHV-1, que ya son ganas de complicarse para nombrar a un herpes.

Pero el caso no es ninguna broma, porque este herpevirus, que se hizo presente en las costas de Francia no hace siquiera tres años, ya ha provocado allí la casi total desaparición de la ostra “japonesa”, o “rizada”.

 

Aquí en España, por fortuna y de momento, la incidencia de esta nueva amenaza es mínima, ya que esa variedad de ostra “rizada”, que fue introducida masivamente en Francia en los años 80, cuando otra enfermedad, entonces provocada por un parásito protozoo, arrasó la población de la autóctona “ostra plana” (Ostrea Edulis), la más frecuente en Galicia y en el Cantábrico, y aunque también entonces las nuestras sufrieron una importantísima merma, no se llegó a considerar conveniente la importación sustitutoria de la “rizada” por el temor, que se sospechaba, de que pudiera afectar negativamente al cultivo de mejillón, que en Galicia, como bien se sabe, es producción principalísima y preferente, en tanto que segundo productor mundial de este molusco.

Y bueno, dirán mis más asiduos visitantes, muy bien esta página de divulgación científica. Quedamos todos muy alarmados y advertidos ¡Ostras, qué problema!... como muy bien (¿o no?) has titulado. Pero, ¿y la “chicha” de la historia culinaria de la ostra, que ya los griegos la apreciaban, y los romanos se jugaban un consulado por tres docenas de ellas?...

 

Ostras, gula y excesos

El aprecio culinario por la ostra tiene solera prehistórica; y de ello hay constancia por los frecuentes “concheros” que las excavaciones han aflorado. Sin embargo, qué curioso, no hay restos de ellas en la civilización egipcia, tan refinada y avanzada en sus gustos en otros aspectos; y tampoco en la Biblia hay mención alguna, aunque ello se explica por la taxativa prohibición que el judaísmo hace de todo alimento marino que no tenga escamas. Ya los griegos, sí, gustaron mucho de su aprecio, y sus continuadores romanos llevaron la devoción por la ostra a niveles de locura.

De inmediato referiremos, con varios ejemplos, a qué punto de “locura” llegaban aquellos clásicos. Antes, por mejor comprender la magnitud de tales legendarias ingestas, digamos que la ostra de entonces, ni mucho menos alcanzaba el porte de la que hoy nos es conocida. La ciencia de su cultivo, la ostricultura, ha provocado en el molusco, con el paso de los años y los siglos, notabilísimas mudanzas. Probablemente se han operado cambios grandes en los matices de su sabor (creemos que más “fino” el de hoy, al menos para su ingesta en crudo); pero sin duda enormes en lo que hace al tamaño de las piezas. Las ostras de griegos y romanos eran muchísimo más pequeñas, de tamaño, que las actuales. Con todo, los testimonios de aquel tiempo que hablan de ingestas memorables nos resultan poco menos que increíbles: del gran Trajano se cuenta que las consumía por cientos, y que iba sorbiendo de ellas, así como con desdén, al tiempo que atendía otros asuntos. Pero el record le corresponde a otro emperador, Vitelio, del que se dice que en una ocasión llegó a dar cuenta, en un solo almuerzo, de nada menos que 1.200 piezas.

La devoción de los romanos por la ostra, como quedó dicho, fue herencia adquirida de los griegos. A tal punto les era cotidiana a éstos la costumbre de comerlas, que, según la leyenda, usaban de las nacaradas conchas de la ostra para sus votaciones, escribiendo con un estilete en ellas el nombre o la sentencia que les era requerida en consulta. De ahí viene, por cierto, el significado de alejamiento, y consecuente olvido, del término “ostracismo”, que tiene su origen en la costumbre ateniense de votar (anotando el correspondiente nombre en la concha) la expulsión, o el destierro, de un cargo público que hubiera incurrido en falta grave.

Otra nota distintiva de aquellos tiempos clásicos es que, a diferencia de hoy, el consumo preferente de las ostras era entonces cocinadas, ya fuera someramente, previo paso por salmuera o escabeche, fritas y aderezadas con hierbas aromáticas, o acompañadas con el famoso “garum”. No fue hasta el siglo XVIII cuando se produjo la explosión de moda de consumirlas crudas.

 

Previamente, -otro dato bien curioso- en todo el recorrido de la Edad Media, el gusto y el consumo de la ostra llegó prácticamente a desaparecer. Bien se dijera, sin que sepamos la razón que lo explique, que los recetarios medievales condenaron al nacarado molusco al “ostracismo”.

El XVIII, sin embargo, el “Siglo de las Luces” acaso también por eso, redescubrió la plenitud de sabor de la ostra natural, cruda y viva. Los fritos, los escabeches, los guisados y los rellenos se vieron arrumbados, de pronto, por la devota exaltación de las ostras recién abiertas, sorbidas directamente desde su concha sin otro trámite previo que, acaso, una puntual gota de limón que las enerve y retuerza, confirmando así su fragante vitalidad. Y el lugar que lidera tal mudanza es, cómo no, Francia. Son los tiempos de otros muy memorables tragones, como el vizconde de Mirabeau, a pesar de ello destacado líder revolucionario de primera hora, quien presumía de ser capaz de dar cuenta de no menos de 30 docenas como aperitivo antes de la comida. O el Ilustrado Voltaire, de quien dicen que no vacilaba en tomarse, también como aperitivo, una “gruesa” del preciado manjar. Aclaremos que, al decir una “gruesa”, hablamos de 144 piezas. Ciertamente, parecen muchas para antesala de un almuerzo. En esto estamos con el maestro gastrónomo Grimod de la Reynière, quien afirmaba, modestamente y con más prudencia, que “la ostra pierde sus virtudes aperitivas después de la sexta docena”. En todo caso, quién puede establecer, con ponderada equidad, la medida de la justa ingesta cuando de ostras se trata. No contemos, si ustedes quieren, el número de las piezas a concurso, que hasta grosero parece. No. Quedémonos, mejor, con la sabia clarividencia de mis paisanos, en la medida que apuntaba aquel popular dicho: “si me das ostras, non me des poucas”. Que así sea.




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