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Memoria de una privilegiada amistad
manolo mendez

 

Por Manolo Méndez
ma.mendez@telefonica.net
manolomendez.com

Por Antonio D. Olano

El curioso lector -cada día menos curioso por desamor de los “ladrillos” que se le ofrecen- ha tenido la oportunidad, en diversas ocasiones, de conocer algunos datos sobre la biografía gallega de Pablo Picasso, quien, pese a las manipulaciones pueblerinas de autonomías que debieran estar por encima de esos temas, nunca negó unas evidentes señas de identidad galaicas. Entre otras cosas porque llegó a La Coruña, al “destierro” para su familia malagueña, a una edad que marca. Su casa, en Payo Gómez, encierra una buena parte de la actividad familiar. Desde el “buraco” que aireaba el retrete doña María Picasso vigilaba al niño en sus juegos en la Plaza de Pontevedra, diversiones consistentes, mayormente, en enseñar a sus compañeros a jugar al toro. Él se lucía, embestido por algún rapaz inexperto, con “verónicas de alhelí” que diría, y dijo, el poeta. En más de una ocasión hacían novillos -que es lo cumple a los novilleros- aquellos rapaciños.

Depredador de percebes

Pero estas líneas van destinadas a LAREIRA(*), en donde se exalta el buen yantar. Por eso quiero referirme a un Picasso gran gastrónomo, que yo conocí, aquel que aprendió a comer mariscos y pescados muy distintos a los de su Mediterráneo, en La Coruña. Aún recuerdo, con infinita nostalgia, una de las mayores alegrías del Picasso anciano en años, joven en espíritu, que me fue dado ofrecerle. Hacia muchos años que no comía percebes. Yo se los llevé en uno de mis numerosos viajes a Notre Dame de Vie, su última residencia en la tierra.

A tanto llegaba su ansiedad y su apetito por ellos, que no pudo esperar. Esa misma tarde de mi llegada, a la hora en la que él tomaba el té, a la inglesa, por prescripción facultativa, prescindió de las pastas y “mojó” algunos percebes en el humeante líquido. Al día siguiente, en la cocina de su casa, en la que solía comer el matrimonio Pablo-Jacqueline, ya según los cánones habituales, se sirvió la suculenta percebada.

Picasso, puedo dar fe y lo hago aquí y ahora una vez más, guardaba un lúcido y “agarimoso” recuerdo de su breve e intensa etapa en La Coruña. Recordaba perfectamente el detalle de nombres y lugares; recreaba fácilmente, con pícara nostalgia, la memoria de juegos y travesuras; y valoraba, justa y positivamente, todo cuanto -mucho- aprendió y pintó en aquellos años de su juventud adolescente.

Una etapa que, como he apuntado líneas arriba, quisieron borrar o tachar de su obra. A Picasso siempre se le quiso presentar con los datos o el pasaporte cambiados. Los franceses, que lo incluían como compatriota en algunas antologías, no se resignaron jamás a que no cambiase de nacionalidad, o al menos a que no optase nunca por la doble nacionalidad. De esa manera, y por desamor de su exilio, nunca tuvo un pasaporte en condiciones legales. Era un patriota con status de apátrida.

Pues bien, algunos comentaristas -sobre todo los catalanes- se empeñan en correr una cortina de humo sobre los años coruñeses de Pablo Picasso.

 

Monumento a Picasso, en la coruñesa Plaza de Pontevedra

Los que hacen alguna concesión no niegan esa estancia, pero la rodean de un verdadero e inexistente calvario. La realidad es muy otra, radicalmente distinta, aunque no convenga a la convención general: ante mí, y ante muchos que ahí están y que podrán confirmar la veracidad de lo que digo, Picasso no dudaba en declararse “gallego” y es curioso que recordaba mucho vocabulario de aquella tierra, destierro para su padre, pero motivadora de felicidad para el chico.

Aquel niño Pablito se adaptó muy pronto a todo lo gallego, muy especialmente a sus paisajes, a sus habitantes y a su cocina, porque he de insistir que el buen yantar fue una de las bellísimas artes que cultivó desde niño. Picasso comía con ganas y además sabía comer, cosa que no saben todos los que comen con gula o como simple subsistencia. “Comer para vivir” -¡maldito tópico!- no es ni comer ni vivir. Picasso tenía en el más alto concepto el arte culinario y por eso recordaba, con la mejor de las nostalgias, la del estómago, sus años gallegos.

Picasso conservaba en su casa muchas cosas gallegas. Desde canciones, como Anduriña (a la que hizo un dibujo para la carátula de aquel disco de Juan y Junior), hasta libros de Rosalía de Castro. Y él mismo cantaba a la guitarra, acompañado por Juan Pardo, villancicos que había aprendido en La Coruña.

Los sabores de Galicia, que tanto y tan justamente se pregonan actualmente, estaban en los adentros del espíritu y en la periferia de la “morriñosa” piel de Pablo Picasso. Coruñés, pese a quienes tanto pesa. Él así lo sentía, y yo tuve el privilegiadísimo honor de constatarlo. Lo otro, lo demás, no es más que mezquina historia pequeña. Fachendas domésticas que el universal Picasso hubiera acogido con desternillante risa ...y un voraz apetito, de percebes.

-- ¿Han aparecido muchos más cuadros míos en La Coruña?...
-- ¿Hubo cambios en el Instituto Da Guarda?...
-- ¿Cómo sigue la Torre de Hércules?
-- ¿Y las olas del Orzán?
(Preguntas y nostalgias expresadas por Pablo Ruiz Picasso a Antonio D. Olano, a principios de 1969)

 

 

(*) Este artículo de mi buen amigo, vilalbés de pro, Antonio D. Olano, vio la luz en el número 6 de la Revista LAREIRA, publicación que allá por los ochenta del pasado siglo, al alimón con mi también buen amigo Carlos Cabaleiro, creamos como órgano de expresión de la Asociación de Restaurantes Gallegos.




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