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Los años gallegos de Picasso
manolo mendez

 

Por Manolo Méndez
ma.mendez@telefonica.net
manolomendez.com

Muy al contrario de lo que algunos desinformados biógrafos refieren, y otros, maliciosos y mezquinos, pretenden ocultar -a sabiendas de lo que el propio pintor pensaba- los cinco años coruñeses de Pablo Ruiz Picasso fueron rotundamente decisivos en su formación personal y artística. En La Coruña, como él mismo confesaba, vivió la experiencia de la primera exposición, vendió sus primeros cuadros, se enamoró por primera vez, recibió el aliento de la primera “crítica”, y la tutela y enseñanza, ya formal y académica, de su padre como artista -don José Ruiz Blasco era profesor en la Escuela de Bellas Artes-.

Para el joven Picasso, sus años coruñeses coincidieron con la etapa crucial del tránsito de la niñez a una precoz adolescencia. Casi cinco años de imborrables experiencias, en el plano personal, testigos de los primeros pasos y tanteos hacia un rumbo artístico propio, tímidamente discrepante ya con la ortodoxia paterna y primer cauce de expresión de la fecunda e innovadora genialidad con que la naturaleza le había dotado.

      "La producción de Picasso en La Coruña no sólo es impresionante por la abundancia y la diversidad de la inspiración, sino también porque ya entonces utiliza las técnicas más variadas: lápiz, pluma, acuarela, tintas, óleo ..."
                            (Pierre Cabanne, en su obra El Siglo de Picasso)

Con triste y preocupante sorpresa constatamos con frecuencia la escasísima atención y aprecio que la mayoría de las biografías publicadas hasta la fecha conceden a estos años cruciales de inicio y formación, observando, por contra, cómo se fanatizan otras, sin duda relevantes, aunque no mucho más, y correspondientes igualmente a etapas cortas en la azarosa vida del pintor. Pareciera (lamentable y endémico signo nacionalista) que al afán de subrayar unas conviniera la minusvaloración de otras. En todo caso, nuestra es también la culpa, y justo el reconocer la despreocupada desidia en la que nosotros mismos, los gallegos, hemos incurrido durante demasiados años, todos los que la propia ciudad de La Coruña dejó pasar sin promover la más mínima reivindicación; en sintonía con el manifiestamente escaso interés de los cronistas locales y de las editoriales e instituciones de nuestro ámbito cultural por la difusión y estudio de aquel lustro coruñés que el propio Picasso, como se verá más adelante, recordaba con especial “morriña”.
      En pos de tal reivindicación, legítima, necesaria y urgente, este humilde blog se honra hoy en acoger en sus páginas el testimonio directo y lúcido de un periodista de larga y brillante trayectoria, Antonio D. Olano, gran amigo personal que fue del pintor y, por ende, durante muchos años, uno de los pocos españoles con acceso directo y frecuente al “santuario” picassiano de Notre Dame de la Vie.
      Previamente, como fundamental ingrediente divulgativo, que nos sitúe en datos, fechas y aconteceres de la etapa gallega de Pablo Ruiz Picasso, ofrecemos a nuestros lectores una síntesis histórico-biográfica, extraída de las jugosísimas páginas del libro Los cinco años coruñeses de Pablo Ruiz Picasso, de Ángel Padín, publicado en 1991 con el patrocinio de la Diputación coruñesa. Un libro de fácil y clarificadora lectura, lamentablemente agotado en la actualidad -aunque no sea ésta mala señal, según se mire- y por cuya reedición urgente demandamos también desde estas páginas.

En Galicia se hizo pintor

En los primeros días de septiembre de 1891, a un mes vista de su décimo cumpleaños, acompañando a su madre y a sus dos hermanas, llega el joven Picasso a La Coruña. Había sido un largo y penosísimo viaje, primero en barco, Málaga-Vigo; luego en tren, hasta Santiago, y al fin en la diligencia “La Carrilana”, en la última etapa.

El padre les había adelantado unos meses; los necesarios para hacerse cargo de la cátedra de Dibujo de Adorno y Figura en la Escuela Provincial de Bellas Artes, que aquel mismo curso, precisamente, había venido a ocupar, por traslado, la planta baja - el resto se destinaba al Instituto- del soberbio edificio que el filántropo local Eusebio Da Guarda había erigido, en la Plaza de Pontevedra, como donación a su ciudad. Los apenas cinco meses que precedieron a la llegada de la familia sirvieron además al profesor Ruiz Blasco para buscar el alojamiento adecuado y para tantear su inserción social en una colectividad nueva, en tantos aspectos inevitable y radicalmente distinta a la malagueña familiar que dejaba atrás.

 

El Picasso adolescente, a punto de dejar La Coruña

En ambos asuntos contó el recién llegado con la fundamental ayuda de un valedor muy especial, el influyente doctor Pérez Costales, un ilustre republicano y significado prócer coruñes, ex-ministro de la Primera República, al que el profesor Ruiz accedió en primera instancia, haciendo uso de la carta de recomendación que su hermano Salvador, también médico, le había entregado en Málaga antes de la partida.

Por encima del compromiso social que aquella carta pudiera representar, es lo cierto que entre el malagueño y Pérez Costales surgió, de inmediato, una entrañable y muy íntima amistad. Fue el médico quien buscó y eligió la casa que habría de ser domicilio de los Picasso en La Coruña: el segundo piso, del número 14 de la calle de Payo Gómez, muy cerca de la suya propia, patio con patio, y a dos pasos de la Plaza de Pontevedra. Él, quien le introdujo en la influyente y prestigiosa Reunión Recreativa e Instructiva de Artesanos. Y también, él, el encargado de desbrozar al recién llegado las claves y antecedentes de la complejísima política local, polarizada, en aquellos años, por la pujante figura del Gobernador Civil, don Maximiliano Linares Rivas.

Merced a tan buena y eficaz relación, en muy poco tiempo el profesor Ruiz se vio plenamente integrado en la sociedad coruñesa, actuando, además de como profesor, como Secretario de la Escuela de Bellas Artes, en la que su hijo Pablito -como él lo llamaba- inició sus estudios desde aquel mismo curso.

La integración de Pablito -más fácil, sin duda, en razón de la edad- fue igualmente rápida e intensa. Así lo indican las numerosas y documentadas anécdotas que Ángel Padín recoge en su libro. Participa -y es multado por ello en una ocasión- en las .guerras que enfrentan a los estudiantes del Instituto y a los de Bellas Artes, por la inevitable rivalidad que deriva de su ubicación repartida en el nuevo edificio Da Guarda. Juega a “torear” las olas en la vecina playa del Orzán. Dedica románticos -y premonitorios- dibujos de “palomas” a la niña de la que anda prendido ...Y pinta. Pinta, con mimético estilo, en algunos cuadros de su padre, especialmente los detalles minuciosos, a los que éste no alcanza por la creciente fatiga visual que viene padeciendo. Y pinta, fundamentalmente, obra propia; primeros pasos, firmes y decididos, de una carrera que ya desde entonces se intuye orientada al éxito.

Con encomiable clarividencia, el crítico de arte de “La Voz de Galicia” así lo anota, en el breve suelto que publica el 21 de febrero de 1895, dando cuenta de la primera exposición del joven pintor: De un niño de 13 años, hijo del profesor de la Escuela de Bellas Artes, señor Ruiz Blasco, son los dos estudios de cabezas pintados al óleo, que se hallan expuestos al público en el almacén de muebles que en la calle Real tienen los herederos de don Joaquín Latorre. No están mal dibujadas, el colorido es acertado y la entonación es bastante buena y todo ello resulta superior si se tiene en cuenta la edad del artista: pero lo que es sorprendente es la valentía y soltura con que están ejecutadas, y no dudamos en afirmar que ese modo de empezar a pintar acusa muy buenas disposiciones para el arte pictórico en el infantil artista. Continúe de esa manera y no dude que alcanzara días de gloria y un porvenir brillante.


Apenas un mes más tarde, el joven Picasso repite comparecencia pública, en esta ocasión con un retrato implorante de un popular mendigo coruñés de aquella época. De nuevo la crítica periodística acierta en la valoración del trabajo, insistiendo en los buenos augurios para el futuro del joven pintor.

No ha ocurrido lo mismo, ni mucho menos, con las críticas que, en varias ocasiones anteriores, se le han dedicado a las exposiciones del padre. El tiempo parece haberse vuelto turbio para el profesor Ruiz en La Coruña, y empieza a pensar en un nuevo traslado.

El trago más amargo, sin duda, fue la desgraciada muerte, por difteria, de su hija Conchita, por la que nada pudo hacer el desvelo del doctor Pérez Costales. Muy poco tiempo después, la ausencia de éste, que decide trasladarse a vivir a Madrid; y el hecho de que en la Escuela tampoco han faltado los conflictos: el director, Emilio Fernández Deus, con el que se alineaba Ruiz Blasco, acabará por dimitir; y uno de sus colegas, Isidoro Brocos, profesor al que Pablito admira con devoción y del que se sentirá discípulo toda la vida, suscita crecientes recelos del padre.

 

El hombre de la gorra, retrato de un popular mendigo coruñés de la época

Éste, desde su ortodoxo clasicismo, valora como muy perniciosa la influencia que Brocos viene ejerciendo sobre el joven pintor, ya sea por los modelos que propone, Goya y El Greco, como por los estilos a seguir, en particular la entusiasta valoración que Brocos hace de las novedosas tendencias que ha visto aflorar en sus estancias y viajes por Italia y Francia. Si a todo ello añadimos la ya mencionada acritud y reticencia con que, invariablemente, son acogidas las obras que expone, no resulta demasiado difícil situarse en el ánimo -profundo desánimo, mejor- de don José Ruiz Blasco y su predisposición a cambiar de aires a la primera ocasión que se le ofrezca. Y ésta llegó en aquel mismo verano de 1895, con la posibilidad de permutar la plaza con el pintor coruñés Román Navarro, que acaba de ganar su cátedra en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona.




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