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Aguardiente gallego. Mito y rito de la destilación
manolo mendez

 

Por Manolo Méndez
ma.mendez@telefonica.net
manolomendez.com

Las grandes aportaciones del hombre, por mucho que con el tiempo lleguen a universalizarse, mantienen siempre una íntima e inevitable referencia con el solar de su nacimiento. A tal punto llega, en ocasiones, esta relación umbilical, que lo uno y lo otro acaban por confundirse en un mismo todo armónico, singular e indivisible; perfectamente capaz en su enriquecedora simbiosis, de aportar con holgura el sustrato germinador de una auténtica leyenda. Así ocurre con Rusia y el vodka; con Escocia y su whisky; o con el propio Caribe, ensoñado tantas veces al ritmo de cimbreantes tragos de ron. Y así también Galicia, del mismo modo, con legítimo orgullo maternal, enmarca la ancestral mitología de su celebérrimo aguardiente.

El peso tradicional y la bondad de la destilación artesana y familiar en Galicia, han jugado decisivamente a favor de su pervivencia a lo largo de los siglos dentro del marco geográfico gallego. Hasta tal punto que, desde hace más de ochenta años, a partir de la Ley Especial de Aguardientes de Calvo Sotelo, la prohibición general de destilación “casera” en España ha venido teniendo en Galicia su única excepción, así sea hoy en día con las enormes trabas que derivan de la exigencia comunitaria que proscribe y limita al máximo ese proceso tradicional de destilación casera, prohibiendo taxativamente la comercialización de tal producto y limitando su producción, con rigurosísimas normas y trabas por medio, al estricto ámbito de consumo familiar. Hoy en día, cualquier aguardiente que se venda tiene que exhibir la correspondiente etiqueta del Consejo Regulador, y proceder de una bodega con licencia expresa para la destilación.

De los orígenes

Que la tradición “augardenteira” de Galicia viene de muy antiguo está fuera de toda duda. Lo que ya resulta más difícil de precisar, con rigor, es el periodo histórico concreto de tan cálido alumbramiento. Ahí, las distintas teorías fluctúan en un amplísimo margen: desde considerar al mítico Breogán como el primer Gran Queimador de Galicia, hasta mantener que la implantación no va más allá de un horizonte de doscientos o trescientos años.

El argumento documental más antiguo, esgrimido por unos y cuestionado por otros, hace referencia a la célebre inscripción pétrea hallada en la mítica Pena Corneira, cerca de Ourense, supuestamente descifrada, en 1929, por el profesor Shoneng, en los términos siguientes: “Hay mucha hambre en la tribu; los romanos se lo llevan todo: el ganado, el grano, el vino… Corcio, el pescador de culebras (lampreas) sacó de los palos una especie de vino blanco muy fuerte y lo vertió en una olla que estaba cerca del fuego, y éste pasó a la olla… quiso apagarlo con miel, pero siguió ardiendo… lo probó…Ahora lo tomamos todos, y ya nunca más sentimos frío… ¡Muerte a los romanos!"

Sea como fuere -al margen de tan sugerentes y patrióticas interpretaciones lapidarias, de infinita reserva en todo caso- parece más de fiar la teoría que parte de la perogrullesca existencia del alambique como requisito previo, artefacto sin cuyo concurso resulta imposible hablar de aguardiente, y que hasta su propio nombre evidencia un incuestionable origen árabe.

Potas y alquitaras

En Galicia, en todas sus zonas vinícolas, el orujo, o “bagazo”, lo que queda de los racimos de uva una vez exprimidos para extraer el mosto, tiene una utilidad preciosa: es la base, a partir de un proceso de destilación artesanal, para la elaboración del aguardiente.

El sistema tradicional de destilación, en su modalidad artesanal casera, que es la que aquí nos ocupa fundamentalmente, se sirve de dos modelos diferentes de alambique, según las zonas. En la linde ourensana con Portugal (Verín, Bande, etc.) y, muy especialmente, en la comarca luguesa de Portomarín, el más utilizado es el llamado “modelo antiguo”, o, mejor, “alquitara”, con un gran capacete, en forma de cubo, en la parte superior, por donde se hace circular el agua que sirve para refrigerar y hacer la condensación. El “modelo nuevo”, conocido popularmente como “pota” tiene una más amplia implantación geográfica y es el de uso corriente en las grandes zonas de producción. El capacete tiene forma de trompa, conectada a su vez a un serpentín independiente instalado dentro de un gran bidón por el que circula el agua.

 

En cuanto a la calidad del producto aportado por uno u otro sistema, de nuevo asistimos a una empecinada división de opiniones; pero lo que sí parece unánime es el criterio de que la pota aventaja a la alquitara en capacidad de producción y en un mejor aprovechamiento del aguardiente, debido a su mayor capacidad de refrigeración.

El artesano destilador, al que llamaremos en adelante “poteiro”, que tal es el nombre de su oficio, casi siempre es el último eslabón de una saga familiar de larga tradición e imprecisos orígenes, las más de las veces referenciados a alguna de las viejas aldeas de la zona de Monforte. Labrador, la mayor parte del año, vela durante meses las armas de su viejo alambique de cobre, a la espera de la llegada del momento de echarse a los caminos, para cumplir con el rosario anual de una clientela heredada al tiempo que el propio alambique. La ruta, y las sucesivas etapas del itinerario, se estable con cuidada meticulosidad, así como su inicio y final. Razón que se justifica por el tratamiento especial que da Hacienda a los poteiros, manteniendo precintados sus alambiques en los meses inactivos, y cobrando una fuerte tasa mientras estén levantados esos precintos; lo que justifica el afán del artesano por concentrar todo el trabajo en el menor tiempo posible. Una vez iniciada la campaña, el programa de trabajo apenas admite unos minutos de descanso; tan sólo los justos para el traslado de un lugar a otro.

Llegado el día, con la precisión rutinaria de los ciclos anuales, alguien trae la voz de que el poteiro anda ya por la aldea vecina. Inmediatamente, en un rápido cálculo de vieja sabiduría, el paisano suma las horas de destilación que habrán de ocupar los vecinos que le preceden en la lista, en función de la producción estimada de cada uno de ellos, y establece, por consecuencia y con sorprendente precisión, cuál ha de ser el día y la hora del comienzo de su propio turno. Todo tiene que estar preparado y dispuesto para cuando llegue ese momento: limpio y despejado el alpendre habitual, renegrido de años en uno de sus rincones, justo allí donde dos piedras señalan el lugar en que habrá de asentarse la pota. La leña, cerca, convenientemente apilada y elegida con cuidado entre los mejores sarmientos de la poda de las viñas, mezclada con buenos troncos de carballo, que den brasa estable y permanente. Y el bagazo, apilado en el otro rincón y convenientemente tapado con una lona, o almacenado en bagaceras de cemento.

La llegada, al fin, del poteiro se anuncia con el alboroto de la chiquillería en torno al carro del país (hoy ya tractor, qué pena de imagen poética) en el que se apilan, desmontadas, las tres piezas básicas del artefacto destilador: la pota, el capacete y el serpentín.

Unos minutos de reconocimiento y saludos, el inevitable ajuste del precio que habrá de regir “por potada”, y a la faena.

Una vez situada la pota, generalmente de una capacidad de entre 150 y 200 litros, se prepara el fondo con un poco de paja y unos haces de sarmientos, para evitar que el orujo entre en contacto directo con el fondo ardiente de la pota y pueda quemarse, provocando aromas y sabores extraños. Sobre ese fondo, la carga de orujo, e inmediatamente el ajuste del capacete, tapando todas las rendijas con una especie de cemento elaborado a base de harina de centeno. Con el ensamblaje final del serpentín, dispuesto dentro del bidón por el que ha de circular el agua fría, todo queda a punto para iniciar el alquímico ritual de la destilación. Hermético ritual, además, basado fundamentalmente en los empíricos secretos del poteiro ante el fuego.

Porque ésa, y no otra, es la clave principal: el dominio del fuego. Apurado ahora, retenido un momento después.

 

Atento siempre al fino hilillo de aguardiente que va surgiendo de la espita final, y calculando y calibrando, permanentemente, con increíble precisión, su grado alcohólico, su densidad, y su paladar.

Todo un espectáculo, el oficio del poteiro y su sabiduría empírica: con un simple vaso como todo instrumental, va constatando periódicamente la evolución y la “ganancia” del producto que va alumbrando. Con precisión. Sin errar un grado arriba o abajo. Llenando el vaso de vez en cuando, y agitándolo en el aire para valorar el “rosario” que se forma; un toque de nariz, y otro de paladar…y la sentencia inapelable: “vai por trinta e sete” (grados). Y así una y otra vez, “metiendo” y “sacando” fuego, según convenga, hasta que el aguardiente alcance su fortaleza cabal, en torno a los 47 o 50 grados.

Y aquí lo dejamos por hoy; mañana, si les parece, continuaremos, en su segunda parte, esta interesante y tan sabrosa historia. Aquí les espero. Buen provecho.




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