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El blanco del norte, ¡qué bonito!

manolo mendez

 

Por Manolo Méndez
ma.mendez@telefonica.net
manolomendez.com

 

No están los tiempos, no señor, para corsés de nostalgias pretéritas. Aquellos calendarios, que otrora marcaron rigurosa y rancia tradición en las pesquerías cantábricas, hace ya años que dejaron de servir y de utilizarse. El caso más significativo es el de la ancestral pesquería del bonito del norte. La pauta histórica, de incuestionable cumplimiento durante décadas, señalaba el día después de la fiesta de San Antonio como fecha ajustada e inapelable para la partida de los barcos en pos de la campaña anual del bonito. A su encuentro navegaban con la resaca de esa fecha, siempre rumbo sur/suroeste, así fuera hasta la mismísima altura de las Azores; luego, disponiéndose sobre el banco hallado, vuelta y proa al contrario, largando de continuo sobre él líneas de anzuelos bien encarnados, acomodando las capturas en las bodegas, perfectamente arranchadas con hielo. En menos de un mes, cumplida la primera “marea”, los barcos tornaban a puerto para la descarga y el consecuente reparto proporcional de beneficios, lo cual traía alegría y abundancia a la grey marinera, en las vísperas de la muy sentida y festejada Virgen del Carmen.

Pero, lo dicho, de aquel ciclo tan religiosamente pautado, nada queda hoy en día. La conveniencia económica es el único y principal criterio, y barcos hay que esta campaña, bastantes días antes del santo Antonio, ya han regresado, incluso, de su primera “marea”, apostando así por el beneficio mayor del que primero entrega en la lonja.

Y no les fue mal, ya que lograron rendimiento en precio de subasta por encima de 10 € el kilo.

En todo caso, tampoco en casi nada se parecen ya los barcos que hoy en día faenan con aquellos otros, de pequeño/mediano porte, casi todos blancos, rojos y azules en su decoración, los más de ellos de casco de madera, y aparejados para la ocasión con sendos largos varales a cada borda, a modo de imponentes cañas de la que habrían de colgar, a babor y a estribor, las largas líneas de anzuelos para la cacea del túnido, y que recibían el nombre genérico de “boniteros”.

 

Como ya han supuesto, la concurrencia en la fecha de arranque de cada campaña, tiene más que ver con el ciclo biológico del túnido en cuestión que con el Santoral. En lo que hace a ese bonito del norte, “thunnus alalunga”, albacora, como le llaman los portugueses, o atún blanco –en contraposición al “rojo”, el atún rojo, “Thunnus thynnus”, en su catalogación científica, el gigante protagonista del arte antiguo de las almadrabas gaditanas, dispuestas a su obligado paso por el Estrecho, camino del Mediterráneo- .

     
En el caso que hoy nos ocupa, el del bonito del norte, tras pasar el invierno en una amplia zona atlántica, situada entre los archipiélagos de Canarias y de Madeira, con la llegada de la primavera y el aumento de la temperatura del agua despierta el instinto atávico de los individuos mayores de dos años, que inician un ciclo de migración que les llevará a subir por la costa de Portugal hasta Galicia, para adentrarse luego en el Golfo de Vizcaya y rendir viaje en aguas del sur de Irlanda. Viajan pletóricos de energía y de grasas, en plena madurez sexual, y les obliga el afán de la freza, tras de la cual, allá para el arranque del otoño, cuando las aguas vuelvan a enfriarse, retornar, en viaje de vuelta, a su cálido solar de partida, donde las hembras desovarán, para renovar el ciclo.

Este es nuestro delicado “atún blanconorteño –también mediterráneo, porque una parte cruza el Estrecho-, toda una joya gastronómica. Que no convendrá confundir con ese otro, foráneo, bautizado con mucha picardía y confusión hace ya algunos años por las conserveras como “atún claro”. Ese tal “claro” es, ciertamente, un primo muy próximo al bonito nuestro, pero se trata de una especie de altura, conocida también como “yellowfinn” (aleta amarilla), de muy inferior calidad gastronómica a nuestro “blanco” genuino, especialmente si se trata de trabajarlo en la cocina, en fresco. Enlatado, ya es otra cosa, y ahí es donde el “claro” tiene un “pase”, siempre y cuando la enlatadora que lo procesa sea una buena marca y haya puesto buen cuidado en la selección del despiece. En general, ese “claro”, “yellowfinn”, además de la aleta amarillenta, tiene como nota distintiva su mayor porte, pesa más que nuestro “blanco”, bonito del norte, cuyas piezas oscilan entre los 6 y 10 kilos, y son de carnes blancas que apuntan al rosado, dorso azul acero y vientre plateado. Desde hace ya algunos años, para garantía del consumidor, el bonito del norte fetén, como debe ser pescado a anzuelo, lleva un troquel identificativo en la cola. Fíjense en ello.

 

Y en cuanto a la cocina, la del bonito del norte se presta a una gran variedad de preparaciones, desde el clásico marmitako, a su soberbio resultado “a la plancha”, con tomate, o en ese escabeche ligero que por mi tierra llaman, en “salsa de perdiz”. En general, las pautas más razonables de los últimos tiempos apuntan a puntos de cocción y de hechura mucho más reducidos que antaño, para evitar esa sequedad que es lastre en todos los túnidos.
    
Y hablando de despieces, no olviden que el más soberbio y rotundo, y más y mejor ahora, en este tiempo, es la ventresca; corte delicioso y jugoso donde los haya, que pueden preparar como yo la hago: empezando por lavarla y secarla bien con un paño; luego, su punto de sal y un fregoteo ligero a toda ella con manteca de cerdo. Y de ahí, al horno. Bien caliente... no más de cinco, o siete minutos, según el tamaño de la pieza. Ocuparemos la espera disponiendo en la sartén un refrito con un buen aceite de oliva, unas láminas de ajo, su pizca de guindilla, y remate final con un chorretón de buen vinagre. Así de sencillo, con ese refrito volcado finalmente sobre la pieza, aún pilpilenado... a la mesa. Buen provecho.

 

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