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Angulas del Miño, última gran reserva
manolo mendez

 

Por Manolo Méndez
ma.mendez@telefonica.net
manolomendez.com

“Si queres quitarme a vida, pódesma señor quitar”

 Así, con humilde piedad, rezaba el caballero Gaiferos de Mormaltán, arrodillado en la nave central de la Catedral compostelana, agradeciendo el favor de haber tenido vida suficiente para terminar su peregrinación rindiendo en Santiago, ante el Apóstol, el cumplimiento de un largo y penoso viaje.

Sirva esta poética evocación del viejo romance medieval de Don Gaiferos como ilustrado paralelismo de la igualmente épica -además de suculenta- historia que aquí venimos a contarles hoy: la esforzada, legendaria y misteriosa epopeya vital de la angula, y su iniciático viaje secular -incluso, más y mejor que secular, milenario- desde el americano Mar de los Sargazos hasta el estuario del los ríos gallegos que vierten sus aguas al occidente atlántico; y muy en particular, por su especialísima riqueza, nuestro “padre” Miño.

Comencemos por enunciar una obviedad: la angula no es otra cosa que la cría de la anguila. Y no se nos ofendan por tan perogrullesco planteamiento inicial, porque la cuestión no ha sido ni mucho menos aclarada ni resuelta hasta hace relativamente muy poco tiempo. Es más, si su filiación fue un enigma durante siglos, el ciclo de su reproducción sólo se ha conseguido desvelar en parte en nuestros días, manteniéndose todavía hoy importante parcelas de ignorancia científica en algunas etapas de ese complejo y misterioso ciclo.      

Hasta 1921, en que el investigador danés Johannes Schmidt descubrió el curioso proceso de su migración y reproducción, numerosísimas teorías habían ido sucediéndose, con desigual fortuna y prodigiosa imaginación, a lo largo de la Historia, en el afán por resolver y aclarar el misterio. Los más antiguos creían que las angulas eran crines de caballo que, al caer al agua, cobraban vida. Otros apuntaban con más acierto, como el célebre historiador y naturalista romano Plinio el Viejo, que ya acertó a suponer una relación familiar entre anguila y angula, argumentando que la reproducción se llevaba a cabo al rozar la anguila su cuerpo contra las rocas, desprendiendo así una mucosa que acababa por convertirse finalmente en pez. Tachsios, famoso alquimista del siglo XVII, aseguraba que en ocho días se podían obtener millares de crías de anguilas cortando en trozos dos o tres adultas, y arrojándolas, después de cocidas, a un estanque rico en vegetación.     

Como bien se ve, la nómina de teorías que han hecho fortuna a lo largo de los siglos sería, ciertamente, interminable. Anotemos, como una más, significativa, la propuesta por Aristóteles, quien afirmaba sin rubor que, simplemente, nacían del barro.     

De tal cúmulo de imaginativas propuestas podemos servirnos ahora para extraer dos conclusiones: la primera, reafirmando el planteamiento inicial, la larga incertidumbre que para la ciencia supuso, a lo largo de la Historia, el misterio de la angula; la segunda, propicia para una triste reflexión del panorama actual, que la angula era conocida y apreciada en todo el mundo antiguo, o, lo que es lo mismo, que hubo un tiempo en el que todos los ríos europeos, tanto atlánticos como mediterráneos, podían presumir de su fertilidad angulera. Un muy penoso contraste con la exigua realidad actual, donde tan sólo pervive una presencia significativa importante en Lapurdi, en el País Vasco francés, y, fundamentalmente, en el estuario del Miño, además de otras localizaciones testimoniales en algunos ríos vascos, asturianos, valencianos y andaluces.

Un reto científico

El primero en tomarse la cuestión en serio, observando y tratando de sacar conclusiones de los movimientos de las anguilas, fue un tal Redi, quien, en 1684, se empeñó en la hipótesis, auténticamente revolucionaria en la época, de que el fenómeno de la reproducción tenía lugar fuera de los ríos. Redi, simplemente, había anotado la constatable circunstancia de que en una determinada época del año las anguilas bajaban los cursos fluviales hacia el mar y que, muchos meses después, ocurría el fenómeno contrario, con un enjambre de pequeñísimas crías remontando otra vez los ríos.   

El incomprendido Redi defendía que aquellas anguilas jóvenes no eran otra cosa que las hijas de las que quince meses antes habían salido para su viaje sin retorno, pero, para desgracia del intuitivo científico, un tan amplio período de ignorante desconexión entre la ida y la vuelta no resultaba fácilmente aceptable para los demás biólogos contemporáneos, quienes siguieron manteniendo, a capa y espada, que las anguilas nacían y morían en el río. Un empecinado error que, más de un siglo después, todavía seguía anotándose así, orgullosamente, en todos los manuales de Ciencias Naturales.   

 

Al fin, a mediados de la segunda década del siglo XIX, el olimpo científico empezó a dar crédito a la especulación sobre la posible condición catadrómica de la anguila (la palabreja en cuestión -catádromo- es el adjetivo con que se distingue a los peces que viven en los ríos y desovan en el mar). El principal reto era ahora descubrir el lugar de la puesta. Se pensaba, en principio, que habría de ser en una zona de la costa más o menos próxima a la desembocadura, pero esto habría la incógnita de explicar el amplísimo periodo de tiempo que transcurría entre uno y otro viaje.

En esas cuitas andaban, cuando la consideración de un fenómeno, bien conocido desde mucho tiempo atrás, vino a poner a las cabezas pensantes en la pista correcta para desvelar el misterio. Tal fenómeno no era otro que la conocida y frecuente localización, en pleno Atlántico, de muchos leptocéfalos (otra palabreja olímpica, que el diccionario define, desde entonces, como larva foliácea y transparente de los peces ápodos) que habían sido considerados hasta entonces como una especie singular, independiente y diferenciada de cualquier otra. El honor de la resolución del misterio, como ya hemos dicho, correspondió al sabio danés Johannes Schmidt, quien, con gran tesón y esfuerzo, en los primeros años del pasado siglo, llevó a cabo una serie de campañas en el Atlántico, recogiendo y estudiando muestras en diferentes zonas. Su objetivo era encontrar leptocéfalos cada vez de menor tamaño, tratando de aproximarse así al lugar donde supuestamente habrían nacido las larvas. En 1921 sus esfuerzos se vieron, al fin, coronados por el éxito: a bordo del “Dana”, en el Mar de los Sargazos, halló una gran cantidad de leptocéfalos de pequeñísimas dimensiones, larvas diminutas que conservaban aún el saco vitelino. No cabía, pues, ninguna duda: allí, a más de siete mil kilómetros de distancia de las costas europeas, nacían nuestras anguilas, ¡quién lo iba a decir!

El largo viaje

Los casi noventa años que han transcurrido desde aquel gran descubrimiento del investigador danés, hasta hoy, no han permitido todavía a la ciencia actual la comprobación documental completa del ciclo biológico de la anguila. El acto y la localización exacta de la puesta no ha podido ser estudiado con precisión todavía, dadas las enormes profundidades de los fondos marinos de esa amplia zona, entre las costas de Florida y el sur de las Islas Bermudas.

En 1979, un equipo de científicos norteamericanos a bordo del submarino “Alvin” consiguió fotografiar una anguila hembra en curso de maduración, como lo indicaba la hinchazón de su vientre, a más de dos mil metros de profundidad. Esto es a lo más que se ha llegado hasta la fecha. Se sabe, sí, que el desove se efectúa entre marzo y junio; que cada hembra pone una cantidad extraordinaria de huevos, tal vez más de diez millones -una de las especies más prolíficas-, y que de éstos, tras la puesta, nacen unas larvas de apenas cinco milímetros, que van subiendo poco a poco hacia la superficie, adonde llegan convertidas ya en leptocéfalos de unos dos centímetros y medio. A partir de ese momento se inicia el largo viaje, llevados por las corrientes, hacia las costas americanas y europeas.

 En esta cuestión del viaje, en su derrota hacia Europa, el gran Johannes Smitdt sí incurrió en un grave error de cálculo, pues él estimaba la duración en unos cuatro años; muchísimos más de los que hoy sí se sabe científicamente: entre siete y nueve meses. A esta precisión se ha llegado, con todo, muy recientemente, merced a las sesudas investigaciones del biólogo Taymond Perpignan. ¿Y saben de qué forma? Pues se lo contaremos también, aunque les cueste creerlo: estudiando las estrías de crecimiento de las concreciones calcáreas que, al parecer, se forman a lo largo del trayecto -atención- en el oído interno de la angula.    

Empujadas por los vientos y las corrientes del Golfo y de las Azores, los leptocéfalos van cumpliendo con su iniciático viaje, alimentándose de zooplacton, pues son carnívoros, hasta que ya, próximos a las costas, se metamorfosean en angulas, arribando al Miño y a los otros ríos entre los meses de octubre y abril, enterrándose en el fondo durante el día y remontando el curso por la noche, ayudadas por las mareas, ya que, en esta fase de su desarrollo, son incapaces de nadar contra corriente.  

 

Al establecerse en agua dulce, la angula pierde su transparencia y engorda, acumulando grasa para el esfuerzo final, y ya muy próximo, de remontar el río: adquieren entonces el famoso “lomo negro”, que hoy resulta especialmente apreciado por los gastrónomos, a diferencia de otros tiempos, no demasiado lejanos, en los que era la angula “blanca” la que gozaba de mejor preferencia.

Creciendo y desarrollándose hasta su madurez, ya convertidas en orondas anguilas, toda esta amplia etapa de su vida se desarrolla en agua dulce. Cuando el ciclo biológico señala la época de apareamiento, se produce la unión entre los machos, de tres a cinco años, que han estado concentrados en la parte baja del río, con las hembras, de cinco hasta quince años, que han permanecido en la parte más alta del curso. A partir de ese momento se produce la segunda metamorfosis en las hembras; es cuando se dice que las anguilas “argentan”, el tamaño de los ojos se va agrandando, adelgaza su hocico, y su vientre cambia del amarillo al blanco, adoptando su lomo un color negruzco; es decir, van adquiriendo un tamaño de ojos propio para mayores profundidades y el tono de color clásico de los peces marinos.

Completada la adaptación, un buen día la genética impone su ley, impeliéndolas a buscar decididamente el camino del océano, navegando con rumbo sorprendentemente preciso hacia su meta, en el cálido Mar de los Sargazos. Esta instintiva precisión para un viaje tan extraordinariamente largo constituye un apasionado campo de estudio y debate en el mundo científico. ¿Por qué un viaje tan largo? Cuando vienen, en estado larvario, lo hacen, como ya se ha dicho, simplemente arrastradas por las corrientes; pero ¿cómo consiguen orientarse, nadando, en su viaje de vuelta, en una singladura de más de cinco mil millas náuticas? …A falta de respuesta de palmaria verificación científica, las explicaciones que se aportan no pueden moverse más allá del ámbito puramente especulativo. Dentro de él, tal vez la explicación más sugerente y posibilista sea la que algunos autores defienden, en base a la teoría de la traslación de los continentes. Según este planteamiento, el desplazamiento de la anguila europea -una de las especies más antiguas- era en un principio mucho más corto. La progresiva deriva hacia el oeste del continente americano, a lo largo de los últimos cincuenta millones de años, en su alejamiento de Europa, habría hecho progresivamente los viajes más largos, obligando al atávico instinto de la anguila a una similar adaptación. Sea ésta la explicación, o sea cualquier otra, lo cierto es que, contra viento y marea, la angula viene cumpliendo fiel esforzadamente, cada año, desde hace millones, con su cita con nosotros. Y así ha de continuar, por mucho que América se empeñe en alejarse a lo largo de otros tantos. Sólo nosotros, con nuestra contaminación demente y suicida, haremos que tan mágico ciclo acabe por romperse. Ya ha ocurrido, irremediablemente, en una enorme infinidad de ríos de la cuenca europea. Para los pocos que van quedando -entre ellos nuestro privilegiado Miño- bien pudieran ser éstos los últimos avisos de una ya muy aburrida y decepcionada angula.

Los “meixóns” del Miño

Meixóns”, ese es el nombre con el que los gallegos hemos bautizado a las angulas. Su pesquería en nuestros ríos, muy principalmente en el Miño, tiene una tradición de, al menos, cien años, si bien de un modo más o menos ordenado comercialmente no cabría considerar la fecha más allá de los años 40-50 del pasado siglo. Hasta entonces, como los más viejos de A Guarda y Tui recuerdan todavía, los meixóns apenas traspasaban el umbral de la cocina más que para participar como relleno ocasional de alguna tortilla, quedándose las más de las veces en la “eira”, como privilegiado alimento para las gallinas.

De vez en cuando, se recuerda también, algún que otro restaurante de Vigo, o de Pontevedra, acudía a comprar meixóns, pagándolos “a perra a cunca”. Claro que, también habrá que decirlo -aunque sea con añorantes lágrimas en los ojos-, en aquellos tiempos pescar una cunca, o un caldeiro, o un tonel, era cosa tan sencilla como “ir, é encher”, que se dice.

Con los años, la creciente abundancia de capturas ha mermado muy significativamente la riqueza angulera del Miño, si bien el método artesanal de su captura apenas ha variado. Desde la orilla, o desde embarcaciones, siempre de noche, los pescadores, provistos de un “peneiro” de mango largo, van cribando las aguas de los canales internos del río, donde las corrientes se producen con más fuerza en el flujo ascendente de las mareas.

A principios de los años 60-70 del pasado siglo, la actividad angulera del Miño comenzó a adquirir una importancia comercial de progresivo interés. Se montaron entonces los primeros viveros con proyección comercial exportadora, muchos de ellos por iniciativa de empresarios vascos llegados y afincados en la zona.

 

Desde entonces, el sector ha ido adquiriendo un creciente desarrollo, más o menos estabilizado en los últimos tiempos, cuya traducción en cifras habla de las 700 licencias actuales, repartidas entre españoles y portugueses, en una y otra orilla; 350 embarcaciones; y una producción por temporada, a partir del 1º de noviembre, que viene oscilando entre las 15 y las 20 toneladas. La comercialización, pues, se realiza a través de de los diferentes viveros, receptores de las capturas individuales de cada pescador. Antes de procederse a la venta, las angulas han de pasar un periodo de entre ocho y doce días en los viveros, para bien depurarse.




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